jueves, 20 de enero de 2011

Suspirando tardes de café

 Ahora va camino hacia allá…sin nada más….sin nada que perder…. cinco años, quizás diez….nadie lo sabrá. Se recuesta en una mesa de aquel café…esperando, siempre esperando. Una de azúcar, quizás también miel. Ahora o mañana, mañana o ayer….una más de azúcar sedará la espera. El tránsito afuera se volvió insoportable, sólo pensaba en cerrar los ojos y dormir, confortable e inquietamente. Para el anochecer seguía allí, tieso e inmóvil, ya sin fe. Proclamando el himno del olvido, cansado de no volverte a ver. El café había extrañamente motivado su insistente deseo de dormir…por dos años, o tres, quizás más…ahora nadie lo sabrá!

martes, 18 de enero de 2011

Otro nuevo amanecer

Para que esperar, esta vez la ansiedad le ganó a la mañana. Salí por la madrugada a caminar un poco por el barrio. Me sentía seguro para intentar recorrer la ciudad entera. Salí de casa alrededor de las tres de ese día jueves. El kiosco de Don Roque se veía añejo en la sombra de la noche. Parecía perpetuarse de la esquina entera, como si estuviera adosado a las baldosas linderas.  Tras mis pasos una sombra poco usual se dibujaba. Sentía tu presencia, quizás aún me recuerdes y me ampares como ayer, cuando salíamos sigilosos en busca del amanecer. Tengo mis serias dudas sobre tus sentimientos. Será que ya perdí esa noción del tiempo. Del presente y del mañana. Cada día será una nueva incógnita, un nuevo misterio.
 Seguía buscándola a ella con mi mirada perdida en la acera de cemento compactado. Me crujían los sesos, mis párpados caían, no podía divisarte a mi lado y eso me irritaba demasiado. 

Caminé hasta perder de vista el camino, para ese entonces la ciudad había quedado lejos. Llegué a tu escondite secreto, aquella hamaca que colgaba del cielo. Se balanceaba como la del parque...pero esta vez repleta de buenos recuerdos.  El amanecer asomaba su cálida presencia cuando me disponía a regresar. Resultó que realmente me podías amar. Así lo sentí esa vez en aquel lugar. Tú estabas de nuevo allí y entendí que nunca me olvidarás. Volver fue el siguiente paso y un susurro de tu boca plasmó un hasta luego en mis mejillas frías por aquel otoño insistente. Al levantar la mirada me encontraba de nuevo en la cama, tratando de atrapar tu perfume en el dorso de mi almohada. Olía a jazmines, de esos a los cuales admirabas.

lunes, 17 de enero de 2011

Nada de jazmines por hoy...


Amanecí pálido esa mañana, desganado ya de tantas sorpresas, sólo quería que todo volviera a ser como antes. No podía entender la simple modificación de aquel rumbo que yo había elegido, no lo consideraba justo. Pero la vida continúa para mí y sabía con amplias certezas que debía proseguir en una nueva senda. No quería terminar abatido por la depresión ni destruido por la intensa soledad. "Nunca una noche ha vencido el amanecer y nunca un problema ha vencido a la esperanza", esa frase me retumbaba en mis tímpanos desde hacía ya demasiado tiempo. Necesitaba aferrarme a algo, cualquier cosa, por pequeña que fuera, pero que me brindará la seguridad de poder seguir adelante. Un envión anímico que aún no llegaba. Buscaba en cada rincón por la aparición de una luz de esperanza. Lo principal era intentar no volver sobre aquella peregrinación de dolor que el pasado marcaba en mi ser. A veces pensaba como cierta la posibilidad de volver a verte pronto, pero sabía que no debía ser así. No por ahora. Esta vez  no compré los jazmines, pero esperaba poder ir a buscarlos al día siguiente, para compensarte y proponer sentirme realmente bien como para llegar hasta la esquina. Sólo eran unos metros, pero se vislumbraban eternos en días como hoy. Mañana estaré mejor, me convencí. Volvería por la mañana del jueves a robarle una sonrisa a Don Roque como tanto te gustaba.  Yo se que nada tengo, yo se que nada tengo hoy, pero mañana volveré por tu amor.

Ese viejo diario

Me sentía cansado esa mañana, así que no me despegué de mi cama hasta el mediodía. El espejo hablaba en acordes indescifrables que yo intentaba evitar. El reloj marcó las 12 cuando mis pies se dispusieron a tomar contacto con el suelo. Parecía todo muy irreal a cada momento. Las horas pasaban y me preguntaba si debía ir a visitar a Don Roque el día de hoy, o evitarlo por esa jornada. Quizás hoy no eran necesarios esos jazmines, no creo que te enojes por ello. Me sentía realmente abatido, como atraído por el centro de la tierra con más crudeza que de costumbre. Recién a las seis de la tarde tomé coraje de avistar el aire puro que atravesaba la puerta principal.  Empecé a caminar sin rumbo hasta que me topé con algo inesperado para ese entonces. Era un periódico viejo, de hacía ya tiempo. Yacía inmóvil en la vereda a pesar de la brisa que provocaba el danzar de las hojas de los árboles.  Mi intriga se incrementó al descubrir el día en que era fechado el mismo. A cada momento sentía estar viviendo entre la fantasía y la realidad, me preguntaba entonces si eso era una sensación irreal. De repente un zumbido en mi espalda me hizo crujir de miedo. Me di vuelta y para cuando me incorporé aquel diario había desaparecido misteriosamente. Para olvidar esa mala pasada que me jugaba mi mente, suponía, decidí emprender rumbo hacia el parque en donde los niños iban a jugar por la tarde. Una y otra vez una y otra vez repetía sin cesar, empujando una hamaca vacía. Vacía ya de tanto soñar y volar. Más tarde volví a casa como de costumbre. Al final pasé por lo de Don Roque y compré lo de siempre, que más sino.

jueves, 13 de enero de 2011

Los viejos jazmines


Don Roque se veía ausente esa mañana. Yo seguía consternado por lo sucedido ayer, pero me consolaba el hecho de saber que ella aún seguía conmigo. Esta vez salí a la cale con un abrigo y un paraguas, imaginaba que llovería en algún momento. El parque será el camino correcto, pensé. Las hojas se sucedían en el suelo, una tras otra. Era el otoño que había arrasado los sueños de aquellos fotógrafos adictos al verde primaveral. Seguía los pasos de una mujer que dibujaba su recorrido por delante de mí. De repente, en un voraz golpe de vista, diviso una gota, que inesperadamente queda retenida en mi ojo derecho.
El parpadeo supera mis expectativas para esa mañana  lluviosa y tropiezo con un transeúnte que marchaba hacia la otra dirección. Entonces comprendí que aquella silueta que marcaba mi paso había desaparecido. Era el único que iba hacia el Norte, hacia adelante. Todos parecían caminar hacia atrás. Iba en el sentido opuesto y me volvió a invadir la soledad. Sin embargo esta vez era distinto y comencé a recitar una prosa en voz alta, como para que aquellos ojos ya ajenos y distantes se volvieran sobre mí. Mis fonemas fluían por mis labios con mayor sonoridad, hasta que logré gritar como un loco desconsolado en un mundo de abstractos recuerdos.
Mi mirada cambió su rumbo y logré ceder el último aliento. La lluvia cesó en ese instante. Reanimé mi paso y descubrí las miradas absortas de los vecinos de vereda por aquel espectáculo gratuito que elaboré hacia segundos atrás. Para entonces ya era tarde la función del paraguas, había permanecido cerrado y así se quedaría…quizás por mucho tiempo más.
Un par de raíces interrumpen mi pensamiento peculiar y trastocan la normalidad del paisaje casi simétrico del parque. Hacia diez años que conocía ese lugar y jamás me había topado con ese árbol tan distinto y diferente al resto. Me acercó a su follaje y descubro con asombro que se trataban de jazmines, de una dimensión y formas poco creíbles. Avancé hasta embriagarme en el aroma que destilaban sus flores. Miles de instantáneas se generaron en mi mente. Como el disco rígido de una computadora, mi cerebro estaba a punto de estallar. Los colores ya difusos de esas imágenes volaban al son del viento y me obligaban a continuar mi andar. Te vi entonces allí en esa esquina, tan expectante como la primera vez. Sostenías una carta en tu mano y con la otra acomodabas tu vestido de satén. Había arrancado un jazmín de aquel árbol con el que me topé antes de verte y tu gesto no disimuló felicidad. De repente otra vez el kiosco de Don Roque y su mirada perdida en un punto lejano de la ciudad. Mi vuelta a casa fue corta y mi cabeza no dejaba de pensar. ¿De dónde es que aquel señor de inexplicable edad obtendría los jazmines para vender en la esquina desde hace ya más de una década?  Sería injusto dejar de comprar, así que me detuve y sus retinas aún absortas se intrigaban por mi presencia. Media docena de lo de siempre murmuré con ánimo y el me contestó con una mueca. Llegué al living y comprendí que lo mejor de esa mañana fue la sonrisa inalienable de Don Roque y el retorno de su espíritu risueño de algún tiempo atrás. Después de todo estos también son para ella hoy.

Los jazmines de Don Roque


Haciendo catarsis frente al espejo iba soltando miles de palabras. Al pasar el aire que nos separaba se sintió muy espeso. Era como si no me notara, como si jamás hubiese notado mi existencia. Deberá estar enojada, supuse. Siguió caminando hacia la cocina, yo me alejé de sus pasos por un momento, no quería generar problemas. El reloj agitaba sus manecillas incansablemente y desde las nueve que no me encontraba con su presencia. Supuse que estaría durmiendo sentada, como muchas otras tantas veces ocurría. Yo seguía en la habitación y la soledad ya me empezaba a inquietar. Decidí probar con llamarle, pero mi cansancio me obligó a realizar otra acción. Fue entonces cuando despegué uno de mis ojos y vislumbré el sol que se colaba por la ventana, raramente la brisa no era cálida esa mañana. Despistado por la hora en que me encontraba, estiré el brazo con esfuerzo y alcance el pequeño reloj de pie que habíamos comprado las vacaciones pasadas. Las diez era la sentencia. El sueño sin dudas había sido reparador, pero yo seguía sintiendo la soledad de la noche anterior. Me levanto entonces de la cama y llegó a escuchar la televisión. Pasó la noche en la cocina, pensé, pero todavía no sabía porque razón. En realidad no me animaba a cuestionar ese tipo de decisiones, porque de vez en cuando ella se alejaba buscando un espacio propio frente a problemas que no se animaba a desembolsar. Era una especie de terapia, de autoayuda, pero no de las que se encuentran en el libro de Bucay, sino las verdaderas, las que lleva en su interior. Ella sabe muy bien que para todas sus preguntas encontrará la respuesta en sí, y para ello esa catarsis del día anterior. Yo consideraba a ese mecanismo como una  hábil muestra de superación, que aún no me había animado a enfrentar. La admiraba, sin dudas. Admiraba la manera en que disfrutaba la vida, y ese constante arraigo por el bien social. Me enternecía con sus momentos de sensibilidad y con sus fortalezas que escondían a ese sentir. Conmigo no sabía mentir. Buscaba trajes en el armario, y yo comprendía ese tipo de contención que aplicaba frente al otro. Era su manera de protegerse. Es su manera de protegerse. Nunca buscaba en el derrocheo ajeno, sabía como burlar las trampas que la burocracia empedernida ponía en el camino. Y no se quejaba, jamás la escuché quejarse, sino que la escuché actuar. Todavía recuerdo cuando nos conocimos. Yo vestía de gris y ella de negro, resaltábamos frente al resto. Volaban sus papeles con el viento, uno estalló directo en mi cara. Que agradable golpe pensé segundos después. Desde entonces nunca nos separamos, sólo estos momentos de catarsis donde ella suele encontrar el tiempo necesario para pensar. Pensar para sí y para los demás. Como aquella mañana de abril que la encontré durmiendo en el patio. Amaba las estrellas, aún  las ama, sólo que hace bastante que no sale a contemplarlas. Últimamente un asunto la mantiene muy ocupada y sabe que es preciso ceder ciertas actividades en pos de la felicidad de muchos. Siempre busco la felicidad, creo que construye la propia al ver satisfecha la de los demás. Amo compartir las tardes de otoño haciendo rugir las hojas secas de los árboles del barrio, en búsqueda de algún café caliente. Calles grises que no pierden su encanto, siempre encontraba esa melodía en el viento. Los escapes nocturnos al cine, y los amaneceres de primavera. Ya parece que compartimos toda una vida juntos, sin embargo no hace tanto que nos conocemos. Ayer recorría sus páginas del cuaderno rojo que guarda con delicadeza en el último cajón de la cómoda y que despliega con ímpetu cuando las frases en su cabeza asoman. Es curioso, no sé porque se me vienen todos estos recuerdos a la mente, es como si la extrañara desde hace demasiado tiempo. Sin embargo sólo hace una noche que la vi por última vez. Me retuerzo de tanto sueño acumulado y salí de un salto a extirparme la pereza con agua fría. El televisor seguía sonando desde la cocina. Pensé en escaparme por la ventana del dormitorio y caminar los cincuenta metros que me separan de la esquina de la cuadra, allí hasta el kiosco de don Roque. Quería elegir un ramo de jazmines, de esos que tanto le gustan, admira el relucir de su aroma, siempre vibrante y estable en el tiempo. Sin embargo, no estoy para aventuras el día de hoy, ya casi rompo el florero de la habitación. Mejor me cambió y salgo de improviso sin hacer ruido. Espero que no me escuche, pensaba mientras gatillaba la llave frente a la cerradura. Desde la cocina se seguía escuchando el noticiero matutino. Perfecto, pensé, mientras recorría los primeros metros en la libertad del día. Definitivamente era una mañana no muy calida, y el abrigo había quedado sobre la cama. No iba a regresar, eso podría arruinar mis planes para ese domingo gris. Antes del puesto de flores me topé con el diariero que me dejó las noticias recién exprimidas. Se pronosticaba lluvia para la noche y yo que había planeado una salida en bote. Bueno tendré que pensar en otra cosa. Quizás pueda alquilar alguna buena película para ver en casa. De pronto una vecina me distrae de mis pensamientos.
 -¿Cómo anda hoy la pierna?- me preguntó amablemente mientras paseaba a su mascota nueva. Bien le respondí, sin entender demasiado a qué se refería, nunca había tenido ningún problema en mis piernas y tampoco pensaba tenerlos. Seguí mi paso apresurado hasta la esquina, pero me detuvo otro obstáculo antes de mi objetivo. Una vieja amiga de la secundaria que hacia tiempo que no veía. Sorprendido la saludo y me dice que deje la cortesía de lado que por un día de rabia no se iba a enojar. Seguía sin comprender, supongo que aún estaba medio dormido y continué mi camino debido al escape abrupto de mi compañera de charla. El colectivo pasaba cada treinta minutos, cualquier escape de ese tipo es totalmente comprensible. Seguía atónito aún, pero con el andar firme hacia los jazmines. Ya en la esquina me dispongo a encargar un ramo grande como de costumbre, a lo cual Roque responde con cara de asombro. Sí, son para ella, contesté a aquella pregunta no formulada, pero que seguramente el florista se estaba proyectando en su mente. Sin más, estaba cansado de sorpresas, así que salí con paso rápido de nuevo hasta la mitad de cuadra. Habíamos elegido esa casa en el barrio porque era una calle donde los árboles se encontraban, lo cual generaba un aspecto literario. Ella amaba eso. El sol volcando sus rayos entre las ramas, verdaderamente épico. Llego a la casa y curiosamente la puerta se encontraba abierta, por un momento pensé que había descubierto mi huída y me había seguido como en esos relatos de espías. Sin embargo no estaba allí, seguirá en la cocina murmuré. Al entrar sentí una brisa gélida, como cuando eran las diez. Sin embargo ahora todas las ventanas estaban cerradas. El frío no impidió mi caminar sigiloso hacia ella. Casi tropiezo con la alfombra al entrar y me sorprendo porque la luz no estaba encendida. Abro las cortinas y descubro el horror frente a mí. Y entonces comienzo a recordar. Los recortes de diarios se esparcían por la mesa y por mi mente, como escenas ampliamente recientes. Sin embargo había pasado un año. Dirigí mi mirada hacia mi pierna y comprendí, nada era como antes, nada era como entonces. Todos esos recuerdos se establecían en mí como un cuento de terror con final incierto. No quería creer lo que mis pupilas avistaban, pero sabía en ese momento que era la única realidad. La verdadera realidad. Mis pensamientos me habían jugado una mala pasada esa mañana, sin embargo yo la vi frente al espejo. Ella estaba ahí como tantas otras veces. Así lo sentí. Su presencia colmaba el ambiente y hasta me pareció escuchar su voz detrás de la pared. Y otra vez el aire gélido me inundó. Corrí desconsolado hacia el almanaque, apagué el televisor y me dispuse a terminar con mi cometido, después de todo las flores son para ella hoy.