jueves, 13 de enero de 2011

Los viejos jazmines


Don Roque se veía ausente esa mañana. Yo seguía consternado por lo sucedido ayer, pero me consolaba el hecho de saber que ella aún seguía conmigo. Esta vez salí a la cale con un abrigo y un paraguas, imaginaba que llovería en algún momento. El parque será el camino correcto, pensé. Las hojas se sucedían en el suelo, una tras otra. Era el otoño que había arrasado los sueños de aquellos fotógrafos adictos al verde primaveral. Seguía los pasos de una mujer que dibujaba su recorrido por delante de mí. De repente, en un voraz golpe de vista, diviso una gota, que inesperadamente queda retenida en mi ojo derecho.
El parpadeo supera mis expectativas para esa mañana  lluviosa y tropiezo con un transeúnte que marchaba hacia la otra dirección. Entonces comprendí que aquella silueta que marcaba mi paso había desaparecido. Era el único que iba hacia el Norte, hacia adelante. Todos parecían caminar hacia atrás. Iba en el sentido opuesto y me volvió a invadir la soledad. Sin embargo esta vez era distinto y comencé a recitar una prosa en voz alta, como para que aquellos ojos ya ajenos y distantes se volvieran sobre mí. Mis fonemas fluían por mis labios con mayor sonoridad, hasta que logré gritar como un loco desconsolado en un mundo de abstractos recuerdos.
Mi mirada cambió su rumbo y logré ceder el último aliento. La lluvia cesó en ese instante. Reanimé mi paso y descubrí las miradas absortas de los vecinos de vereda por aquel espectáculo gratuito que elaboré hacia segundos atrás. Para entonces ya era tarde la función del paraguas, había permanecido cerrado y así se quedaría…quizás por mucho tiempo más.
Un par de raíces interrumpen mi pensamiento peculiar y trastocan la normalidad del paisaje casi simétrico del parque. Hacia diez años que conocía ese lugar y jamás me había topado con ese árbol tan distinto y diferente al resto. Me acercó a su follaje y descubro con asombro que se trataban de jazmines, de una dimensión y formas poco creíbles. Avancé hasta embriagarme en el aroma que destilaban sus flores. Miles de instantáneas se generaron en mi mente. Como el disco rígido de una computadora, mi cerebro estaba a punto de estallar. Los colores ya difusos de esas imágenes volaban al son del viento y me obligaban a continuar mi andar. Te vi entonces allí en esa esquina, tan expectante como la primera vez. Sostenías una carta en tu mano y con la otra acomodabas tu vestido de satén. Había arrancado un jazmín de aquel árbol con el que me topé antes de verte y tu gesto no disimuló felicidad. De repente otra vez el kiosco de Don Roque y su mirada perdida en un punto lejano de la ciudad. Mi vuelta a casa fue corta y mi cabeza no dejaba de pensar. ¿De dónde es que aquel señor de inexplicable edad obtendría los jazmines para vender en la esquina desde hace ya más de una década?  Sería injusto dejar de comprar, así que me detuve y sus retinas aún absortas se intrigaban por mi presencia. Media docena de lo de siempre murmuré con ánimo y el me contestó con una mueca. Llegué al living y comprendí que lo mejor de esa mañana fue la sonrisa inalienable de Don Roque y el retorno de su espíritu risueño de algún tiempo atrás. Después de todo estos también son para ella hoy.

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